miércoles, 22 de septiembre de 2010

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Es ese maldito gusano, baboso, insoportablemente molesto, angustioso y de una densidad que te envuelve y asfixia hasta que los pulmones rebozan sangre, pesada y negra, hasta que tu cuerpo se aplasta bajo su propio peso, hasta que el mundo acaba contigo.
Es esa falta de tensión, la pesadumbre del aburrido.
Me aburro, me aburro yo mismo, me aburre la risa, me aburren las calles, eternos pasillos de psiquiátricos donde los enfermos vamos de habitación en habitación (maldito laberinto terapéutico), me aburren las caras-caretas-cartones-cárceles que (no) me ven, que (no) conozco, que me sonríen y no me llenan. Me aburren las palabras mudas, aquellas que por muy alto que se digan el eco que dejan es nula, aquellas palabras vacías, gastadas, reducidas a juguetes, patrañas, palabrería sin profundidad que se dice por no callar, que se dicen por no callar, por no callar, por no callar. Me aburre estar callado, que cada día que pasa el globo que soy se encuentre más y más hinchado, un saco de cosas por decir, de sentimientos inarticulables, de sensaciones que ni identificar puedo y que, por no encontrar salida, colisionan, explotan, se mezclan, se esconden, se clavan, se inmolan, me presionan desde dentro. Me aburren las personas, todas y cada una de ellas; me aburre el no sentirme parte, o el intentar hacerlo, me aburre encajar, amoldarme, ser aceptado. Me aburren los diálogos, los vacíos y los interesantes. Me aburre hablar, no hacer nada, intentar hacerlo. Me aburre intentar dar sentido, me aburre que otros intenten hacerlo por mi. Me aburre que yo lo intente sin creérmelo.
Me aburre la futilidad de todo.
Me aburre la música, los libros y el dibujo. Me aburre follar, masturbarme, ver a los demás. Me aburre tener sueño, o estar hiperactivado. Me aburren los amaneceres, las noches largas, eternas, de inestabilidad emocional o hiperactividad mental. Me aburre mi cuerpo, interminable campo de heridas, cicatrices, recuerdos cárnicos, lienzo de piel y hueso, novela de dolor, alegría, y pasión incomprensible. Me aburre cada centímetro de músculo, me aburre mi polla, mis pies, mis pelos, las uñas que me como y las miradas frente al espejo, me aburre verme tanto en él, sonreírle, enseñarle los dientes, fijarme si he engordado o adelgazado. Me aburre ser carne.
Me aburre ser pensamiento. Me aburre sentirme limitado; por el tiempo, por el espacio, por mi. Me aburre no saber, pero me aburre a veces saber demasiado. Me aburre la competencia, sobre todo la sana, que me quema y me hace seguir enfangándome los pies, las rodillas, la cintura.
Me aburren las preguntan, las cosas por saber y que aún no conozco. Me aburre y araña el conocimiento, que no acaba y no llena, que no calma, que sólo pica, más y más, más y más, hasta que de rascar sangras, hasta que de sangrar lloras, no de tristeza, no de dolor, sino porque sí, porque lo necesitas. Y este es mi llanto, torrente amargo, aburrido y sin utilidad (¿acaso ha de tenerla?); goteo de palabras, salpicón de agua estancada, de cloaca. Este es mi llanto, porque el mundo me aburre. Porque me aburro yo, porque me aburre cada contacto con la gente, porque me aburre cada contacto con la cultura, porque me aburre cada contacto con mi subjetividad, con mi realidad corporal y mental. Porque me aburro de existir, pero existir es todo lo que puedo hacer.