domingo, 26 de julio de 2009
El proceso (Orson Welles)
Entre los cineastas cuya aportación al mundo del Séptimo Arte ha sido más decisiva —y entre los preferidos de un servidor— figura con letras mayúsculas el nombre de Orson Welles (1915—1985), genio creador de talento desmesurado.
Gracias al capital que le ofreció el productor Alexander Salkind, Welles llevó a cabo, en 1962, un proyecto fascinante: la traslación a la gran pantalla de la obra de Franz Kafka. Ambas personalidades —la de Welles y la de Kafka— se fundieron de manera extraordinaria en la adaptación de El proceso, novela de difícil plasmación cinematográfica, al menos a primera vista. El resultado fue una pieza tan compleja como el original literario que demostraba las aptitudes de su realizador para traducir en imágenes estructuras narrativas infrecuentes y universos tan solipsistas como el del escritor checo. Welles recurrió a una puesta en escena repleta de innovadoras soluciones plásticas que dieron a luz una nueva obra tan personalmente asumida en forma y contenido por el cineasta que se ha hecho merecedora de una existencia completamente autónoma e independiente a la del libro.
Joseph K (Anthony Perkins) despierta una buena mañana y descubre la presencia en su habitación de dos agentes de la ley que le informan de que está bajo arresto. Por más que lo intenta, no consigue averiguar qué delito se le imputa y acude a todas las esferas posibles del estamento judicial en busca del origen de una culpabilidad que se remonta a su propia existencia humana. Finalmente, K será condenado y morirá en la ignorancia como víctima de una sociedad absurda y una burocracia inútil.
El tortuoso y acongojante recorrido del personaje por un mundo que se le revela irracionalmente cruel y despiadado fue un concepto que Welles recogió de Kafka en esencia pero al que el realizador debía encontrarle una expresividad equiparable, en el aspecto visual, a lo que había significado la narrativa literaria actual para los críticos y lectores de la primera mitad de siglo. En ese sentido, un cineasta que durante toda su carrera había tratado de explotar al máximo las múltiples posibilidades de la sintaxis fílmica estaba mucho más capacitado que nadie para alcanzar ese grado de abstracción. Los esfuerzos de Welles se encaminaron hacia una representación ambigua del espacio de manera que éste se volviese tan inconstante y desconocido para el espectador como lo era para el protagonista, quien rara vez consigue percatarse del lugar en que se encuentra.
A tal efecto, fue determinante para el autor de El cuarto mandamiento la utilización de una antigua estación de tren parisina como lugar donde recrear los escenarios en los que transcurriría la particular odisea de Joseph K. La arquitectura en ruinas de la Gare d'Orsay reunía plenamente las condiciones para la elaboración de un decorado simbólico que asumiría las veces de laberinto pesadillesco. Welles convirtió salas y andenes en enormes dependencias del tribunal repletas a rebosar de archivos y habitadas por acusados a la espera de juicio que ofrecían una imagen desoladora del aparato de la ley.
La película fue rodada también en Zagreb, Dubrava y Roma, ciudades que ofrecieron localizaciones inesperadamente idóneas (como la impresionante catedral que aparece al final) para recrear los lúgubres pasajes de la novela. El mayor acierto fue emplazar todas y cada una de las acciones que ocurren de manera sucesiva en lugares que jamás se comunicarían entre sí en la vida real: de ese modo, asistimos al deambular incesante de Joseph K por una asfixiante geometría física de pasadizos sombríos que conducen lo mismo a las oficinas de trabajo que al teatro o al despacho del abogado Hustler, sin que el espectador tenga, en ningún momento, una idea clara del espacio en que se halla.
Esta aportación a los parámetros fílmicos del espacio se ha convertido en una característica fundamental de El proceso y constituye uno de sus principales hallazgos, sobre todo a la hora de valorar su influencia como rasgo de modernidad en autores posteriores que han sabido plasmarlo con mucho acierto en sus respectivas obras (es el caso, por ejemplo, de Jean-Luc Godard en Alphaville o Alain Resnais en Providence).
Este modo de conectar diferentes espacios de manera arbitraria consiguió reproducir a la perfección la sensación de angustia que debían provocar las calles de Praga al escritor checo, a juzgar por cómo son descritas en su libro. También es significativo el uso del encuadre contrapicado, que destaca la presencia del techo como elemento que aplasta simbólicamente al protagonista dentro de su entorno.
Desde la misma escena de la detención, Joseph K es presentado como un personaje con un sentimiento de culpabilidad innato que le desestabiliza antes las acusaciones de los demás y le torna inseguro y vulnerable. A pesar de saberse inocente de cualquier delito, su conciencia cede continuamente frente a las palabras intimidatorias de las autoridades. El desaparecido actor Anthony Perkins encarna maravillosamente a K y le dota de una enorme fragilidad a través de su físico frágil y su expresión atormentada.
El film se abre con una secuencia compuesta por dibujos inanimados que representan la alegoría del hombre que busca acceso a la ley. Welles creyó necesario incluir este prólogo, que no aparece en la novela, para que el espectador no se sintiese sumergido demasiado abruptamente en una historia de difícil comprensión. Acompañada por el relato en voz en off del propio director, esta sucesión de viñetas se muestra como síntesis del espíritu de la obra.
La escenografía asumió un papel decisivo dadas las características de la historia, pero igual de importante fue la planificación que Welles impuso a la hora del rodaje. Son numerosas las escenas en que la simbiosis entre ambos aspectos determina la expresividad dramática. No obstante, un par de ellas merecen una especial mención. En primer lugar, la llegada de Joseph K a su oficina, una amplia sala repleta de mecanógrafas que Welles filma en profundidad de campo y con ángulos de cámara muy pronunciados para acentuar la crispación. El estruendoso sonido de las maquinas de escribir está especialmente intensificado con el propósito de aumentar este mismo efecto.
El segundo momento se corresponde con el recorrido del protagonista entre la muchedumbre de acusados —auténticos muertos en vida, pálidos y semidesnudos— que asolan una explanada sobre la que se alza la estatua de un Cristo amortajado. De aquí se desprende la amargura del abandono del ser humano en un mundo caótico y sin sentido donde la vida es una eterna sala de espera, todo ello remarcado por la penumbra de la noche.
En otro orden de intereses cabría situar la persecución que padece el protagonista por parte de unos niños en los estrechos corredores que conducen al estudio del pintor del tribunal. El afortunado manejo de la cámara en travelling, siguiendo a un Joseph K rodeado de sombras humanas y estridentes chillidos de criatura, trae a la memoria soluciones de distorsión plástica empleadas por Welles en otros films (tal es el caso de la secuencia de la sala de espejos en La dama de Shanghai o la del asesinato del detective Menzies en Sed de Mal).
Sin embargo, la escena de la discusión final entre Joseph K y el abogado Hustler es la que resulta más definitoria a nivel de contenidos. En ella, la condena a la irracionalidad de la existencia es rotunda, absoluta y desalentadora. El propio Welles bajo la piel del abogado intenta convencer al protagonista de la necesidad de adoptar una solución conformista frente al absurdo de las sociedades humanas, planteamiento que será rechazado por K sin llegar a vislumbrar una verdad alternativa.
Pero el desafío planteado con la puesta en escena de El proceso no se limita tan sólo a esto. A los aspectos ya comentados habría que añadir el cariz marcadamente expresionista de la fotografía —con un envidiable uso del claroscuro— o la magnificencia de los planos de grúa. Aspectos que adquieren un especial énfasis gracias al acierto en el empleo del Adagio de Albinoni como subrayado musical.
En lo referente al plantel de actores, destaca, junto a Perkins, la presencia en papeles secundarios de figuras de la talla de Akim Tamiroff, Jeanne Moreau o Romy Schneider, amigos particulares de Welles que demostraron siempre su apoyo incondicional al cineasta en claro contraste con las trabas que le impuso la industria cinematográfica.
De todos estos elementos, aquél que convierte a El proceso en una obra de repercusión histórica es, sin lugar a dudas, el citado empleo del espacio que impuso a éste como un protagonista más de la historia. Este rasgo de modernidad hace que, cuarenta años después de su realización, esta magistral pieza wellesiana conserve todo el carácter innovador que le fue atribuido en su día.
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